Su nombre en árabe es Azrael (a quien a Dios ayuda) conocido
como el Ángel de la Muerte.
También llamado Abou-Jaria por los musulmanes y Mordad entre
los persas.
En la mitología nórdica la muerte se llama Hel, una mujer que es la mitad sumamente bella, pero putrefacta y nauseabunda la otra mitad.
Para el budismo su nombre es Yama, representado en un ser de
ojos saltones y piel azul.
La representación de la muerte más popular en la cultura
occidental es la del personaje esquelético cubierto con capa o sudario y con
una guadaña en la mano, esta forma de la muerte apareció en la Europa de
finales del medievo.
Para los judíos se dice que el Ángel de la Muerte fue creado
por Dios en el Primer Día. Su casa está en el cielo, tiene doce alas y posee
muchos ojos.
A la hora de la muerte de alguna persona, se encuentra de
pie aferrando una espada de la cual pende una gota. Tan pronto como el hombre
debe morir, ve al ángel, éste lo agarra y abre su boca, depositando la gota
dentro de ella. Apenas siente su sabor, la persona muere con el rostro color
amarillo. Gracias a esta leyenda se origina la conocida frase: El gusto de la
muerte.
Ante tantas leyendas, lo cierto es que la mayoría de las
culturas antiguas y modernas se han convencido de que la muerte es un
personaje, el cual existe y es real.
A Azrael generalmente se le describe como un ángel bajo las
órdenes de Dios y no como otras personificaciones más lúgubres de la muerte.
Se dice que nadie puede escapársele, incluso llegará el día
en que todos los hombres y ángeles morirán a manos de él y el último en morir será
Azrael.
Dependerá de cómo se vivió, en el bien o en el mal, para que
Azrael se presente más benigno o más terrible con uno.
Azrael es el Ángel de la Muerte, pero en su buen sentido. Él
dice que no debemos temer a la muerte ya que en ella está la paz eterna.
Él se encuentra constantemente escribiendo y borrando en un
libro. Lo que escribe son los nombres de los que nacen y los que borra son los
nombres de los que mueren. También se dice que él es uno de los encargados de
la protección del último círculo del infierno, impidiendo la salida de los
demonios y custodiando la puerta para que no puedan escapar.
La muerte en la Tierra es necesaria, pues sin ella no
existiría el retorno. Sin la muerte, el espíritu desearía eternamente la
libertad espiritual.
El ser humano no puede escapar ni a la muerte ni al destino,
pues escrito está:
El que esté destinado
al cautiverio, al cautiverio irá, el que lo esté a la espada, a la espada será.
Como se verá, muchas leyendas hay sobre la muerte, muchas
leyendas sobre su rostro, todo esto sólo se comprobará, el día de la muerte.
Leyendas Sobre
Azrael, El Ángel de La Muerte
Los dos escribas del rey Salomón
El rey Salomón tenía dos escribas kusitas: Elicoreph y
Achiyah, hijos de Shisha.
Un día Salomón observó que Azrael, el Ángel de la Muerte,
estaba triste y le preguntó: ¿Por qué estás triste?
Y Azrael le respondió: Porque se me ha pedido que tome a los
dos kusitas que te sirven.
Salomón ordenó entonces a algunos demonios, que estaban
subordinados a él, que condujesen a los dos escribas sobre los campos de la
legendaria Ciudad de Luz, donde nadie perece, pero murieron antes de llegar a
las puertas de la ciudad.
Al día siguiente Salomón observó que el Ángel de la Muerte
estaba alegre, y le preguntó: ¿Por qué estás alegre?
Y él respondió: Porque has enviado a tus dos escribas al
lugar exacto donde debía tomarlos.
El Comerciante y su
criado
El criado, en estado tembloroso, llegó a casa de su amo, un
rico comerciante, y con las siguientes palabras le vino a explicar el trance
por el que había pasado:
—Señor, hoy en la mañana, mientras paseaba por el mercado de
telas para comprarme un nuevo sudario, me he encontrado con La Muerte, y me ha
preguntado por ti. Me ha preguntado también si acostumbras a estar en casa por
la tarde, pues en breve piensa hacerte una visita. He pensado, señor, si no
será mejor que lo abandonemos todo y huyamos de esta casa a fin de que no nos
pueda encontrar en el momento en que se le antoje.
El comerciante quedó muy pensativo.
—¿Te ha mirado a la cara, has visto sus ojos? -preguntó el
comerciante, sin perder su habitual aplomo.
—No, señor. Llevaba la cara cubierta con un paño de hilo
bastante viejo.
—¿Y además se tapaba la boca con un pañuelo?
—Sí, señor. Era un pañuelo barato y muy sucio, por cierto.
—Entonces no hay duda, es La Muerte -dijo el comerciante, y
tras recapacitar unos minutos añadió:
---Escucha, no haremos nada de lo que dices; mañana volverás
al mercado de telas y recorrerás los mismos almacenes y si te es dado
encontrarlo en el mismo o parecido sitio procura saludarlo a fin de que te
aborde. En modo alguno deberás sentirte amedrentado. Y si te aborda y pregunta
por mí en los mismos o parecidos términos, le dirás que siempre estoy en casa a
última hora de la tarde y que será un placer para mí recibirlo y agasajarlo
como se merece.
Lo hizo así el criado y al mediodía siguiente estaba de
nuevo en casa de su amo, en un estado de irreprimible zozobra.
—Señor, de nuevo me encontré con la muerte en el mercado y
le he transmitido tu recado que, por lo que he podido observar, lo ha recibido
con suma complacencia. Me ha confesado que suele ser recibido con tan poca alegría
que nunca logra visitar a una persona más de una vez y que por ser tu
invitación tan inusual, piensa aprovecharla en la primera oportunidad que se le
ofrezca. Y que piensa corresponder a tu amabilidad demostrándote que hay mucha
leyenda en lo que se dice de él. ¿No será mejor que nos vayamos de aquí sin que
nos demuestre nada?
—¿Lo ves? -dijo el comerciante, con gran satisfacción, lo
hemos ahuyentado; puedo asegurarte que ya no vendrá en mucho tiempo, si es que
un día se decide a venir. Tiene a gala de presumir de que él no busca a nadie,
sino que todos, voluntaria o involuntariamente, lo requieren y lo buscan.
Y, por otra parte, nada le gusta tanto como las sorpresas, y
nada detesta más a que lo esperen a hora fija. Debes conocer esa historia de la
antigüedad que narra el encuentro que tuvo con la muerte un hombre que trataba
de huir de una cita que él no había preparado. Pues bien, me atrevo a afirmar
que ahora que lo hemos invitado no acudirá a esta casa, a no ser que cualquiera
de nosotros dos se deje arrastrar por alguna de sus astutas estratagemas.
Aquella tarde, la muerte -con un talante sinceramente
amistoso y desenfadado- acudió a la casa del comerciante para, aprovechando un
rato de ocio, testimoniarle su afecto y disfrutar de su compañía. Pero el
criado al abrir la puerta no pudo reprimir su espanto al verlo en el umbral, la
cara cubierta con el paño de hilo muy viejo y protegida la boca con un pañuelo
sucio, y sospechando que se trataba de una treta compuesta entre él y su amo
para matarlo, se precipitó ciego de ira en el gabinete donde descansaba su amo
y, sin siquiera anunciarle la visita, lo apuñaló hasta matarle y huyó por otra
puerta.
Cuando la muerte, -extrañado del silencio que reinaba en la
casa y de la poca atención que le demostraba aquel hombre que ni siquiera le
invitaba a entrar- por sus propios pasos se introdujo en el gabinete del
comerciante, y al observar el cuerpo inerte sobre un charco de sangre, no pudo
reprimir un gesto de asombro que pronto quedó sumido en un pensamiento habitual
y resignado. Entonces suspirando profundamente dijo:
—En fin, lo de siempre, para otra vez será.
Salomón y Azrael
Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del
Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos. Salomón le preguntó:
—¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
—Azrael, el Ángel de la Muerte, me ha dirigido una mirada
terrible, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me
lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el
hombre.
Al día siguiente, mientras Salomón paseaba por los jardines
del palacio vio a Azrael y le preguntó:
—¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese
hombre, no es acaso un fiel musulmán? Le has causado tanto miedo que ha
abandonado su patria.
Azrael respondió:
—Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino
con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su alma hoy a
la India, y me dije:
¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, viajar él hoy a la
India?
Leyenda Sobre Hel, La
Diosa De La Muerte
Hel, representada en la mitología nórdica, por una mujer
sumamente bella en una mitad, pero putrefacta y nauseabunda en la otra
Antes de que Baldr, el dios más virtuoso de todos los dioses
muriera, Odín bajó hasta el inframundo para preguntar a Hel cómo moriría éste.
El primero en acudir fue el terrible perro de Hel llamado
Garm, quien con todo el pecho ensangrentado ladró a Odín durante mucho tiempo, hasta
que éste se disfrazó y se encontró con la señora del infierno, quien le dijo
que Baldr moriría por accidente a manos de su hermano ciego Hoor.
Cuando la muerte de Baldr se vio consumada, Hermod, el más
rápido de todos los dioses, montó a Sleipnir, el caballo de Odín y fue camino
al inframundo.
Cuando llegó, vio a su hermano ocupando el asiento más
distinguido del palacio.
El dios Hermod, explicando a Hel la pena de los dioses y de
todas las cosas vivientes por la muerte de Baldr, le pidió que lo dejara volver
a Asgard.
Esta pidió que todas las cosas del mundo, animadas e
inanimadas, lloraran la muerte de Baldr para ver si era tan mundialmente amado;
solo así le devolvería la vida. Entonces, todo en el mundo lloró por el dios
muerto; todos menos una giganta llamada Thok. Esta giganta, que era en realidad
Loki disfrazado, fue quien había engañado al dios ciego Hoor para que matara a
su hermano Baldr, y se negó a llorar ya que decía que Baldr nunca le había dado
ninguna alegría.
De este modo Baldr quedará en el inframundo hasta el
Ragnarok, luego del cual, el más virtuoso de los dioses resucitará y gobernará
finalmente a los hombres.
Dicen los escritos sagrados que el ultimo enemigo a vencer es la muerte... como lo demostro Jesús al resucitar y la virgen María al ascender en cuerpo y alma frente a los ojos de quienes la acompañaban... dificil tarea que deberemos cumplir todos al unificarnos con Dios. Porque al fin todos somos uno.
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