domingo, 20 de septiembre de 2015

Cómo orar


Es posible que en el pasado te hayas decepcionado porque tus oraciones no fueron respondidas. Sin embargo, no deberías perder la fe. El Señor no es un Ser mudo e insensible; Él es el amor mismo. Si aprendes a meditar y a establecer contacto con Él, Dios responderá a tus amorosas exigencias.


Saber exactamente cómo y cuándo orar, según la naturaleza de nuestras necesidades, es lo que produce los resultados deseados. La aplicación del método correcto pone en acción las leyes pertinentes de Dios, cuyo funcionamiento produce científicamente los resultados.

La primera regla de la oración consiste en apelar a Dios para satisfacer solamente deseos legítimos. La segunda regla es orar por el cumplimiento de dichos deseos con la actitud de un hijo y no de un mendigo: «Yo soy tu hijo; Tú eres mi Padre. Tú y yo somos Uno». Si oras de esta manera, con profundidad y persistencia, tu corazón se llenará de gozo. No te des por satisfecho hasta que experimentes dicho gozo, ya que, cuando éste inunde tu corazón, sabrás que Dios ha escuchado el mensaje de tu oración. Ora entonces al Padre del siguiente modo: «Señor, ésta es mi necesidad. Estoy dispuesto a trabajar por satisfacerla, pero te pido que me guíes y ayudes a pensar y actuar correctamente para alcanzar el éxito. Haré uso de mi razón y trabajaré con determinación, pero guía Tú mi razón, mi voluntad y mis actividades hacia la meta correcta».

Deberías orar a Dios íntimamente, como hijo suyo que eres. El Señor no pone objeciones cuando oras desde el ego, como si fueras un extraño y un mendigo, pero comprobarás que ese nivel de conciencia limita tus esfuerzos. Dios no desea que renuncies a tu propia fuerza de voluntad, la cual es tu derecho divino de nacimiento, puesto que eres su hijo.

La oración a menudo implica la conciencia de mendicidad. Somos hijos de Dios, y no mendigos; por lo tanto, tenemos derecho a nuestra herencia divina. Cuando hemos establecido un vínculo de amor entre nuestra alma y Dios, tenemos el derecho a exigir afectuosamente que se nos otorgue aquello que pedimos en nuestras legítimas oraciones.


Una exigencia incesante para lograr algo, susurrada mentalmente con incansable fervor y con valor y fe inquebrantables, desarrolla una fuerza dinámica que influye de tal modo en todo el comportamiento de las facultades conscientes, subconscientes y supraconscientes del ser humano que el objeto deseado es obtenido. La repetición interior de los susurros mentales debe ser incesante, impertérrita ante los reveses; entonces, aquello que deseamos se materializará.

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