domingo, 30 de agosto de 2015

Abrirse a la Verdad


Abrirse a la verdad de nuestro ser esencial es, simplemente, cuestión de recibir. Pero debido a nuestro condicionamiento, parece que éste no es un asunto simple. El simple hecho de recibir, de abrirse, suele estar rodeado de miedo y complicaciones. El condicionamiento nos hace temer nuestras profundidades desconocidas, pues sospechamos lo peor. Pero llega el momento en que podemos y debemos afrontar este miedo primario. Cuando por fin estamos preparados para afrontar lo que sospechamos que es lo peor de nosotros, descubrimos una verdad sorprendente, increíble.
Al abrir la mente a lo que antes temíamos y evitábamos, se revela la capacidad de soportar, aceptar e incluso abrazar verdaderamente la incomodidad, y también el dolor. En definitiva, el verdadero descubrimiento es que, si abrazamos algo completamente, se revela la paz que buscábamos en nuestros intentos de evitar la incomodidad.
La capacidad de recibir es natural. Cuando éramos niños, aceptábamos lo que nos daban. El niño se forma y se desarrolla así de manera natural, a menos que haya algún problema añadido. Para crecer, los organismos deben ser nutridos. Después, a medida que crecemos y nuestras mentes se despliegan, nos damos cuenta de que recibir ciertas cosas nos hace daño: recibir alimento envenenado o en mal estado daña  nuestro cuerpo; recibir la falta de amor de una pareja nos destruye emocionalmente; para la mente, recibir una instrucción que enseña a odiar supone un lavado de cerebro. Gradualmente vamos aprendiendo que no es útil recibir todo lo que se nos ofrece. A partir de ahí, nace la sabiduría discriminadora.
En el mundo en que vivimos, buena parte de lo que se nos ofrece es inútil, y a menudo es potencialmente venenoso. Cuando reconocemos la posibilidad de que se nos haga daño, tendemos a cerrarnos a recibir. Junto con el reconocimiento eventual y esencial de que nuestros padres y nuestro mundo no son tan benevolentes como habíamos creído, sufrimos un gran desengaño que nos impide abrirnos inocentemente y confiar.
A medida que crecemos, experimentamos que incluso nuestros amigos pueden traicionarnos, pueden mentirnos. Experimentamos en nosotros mismos la capacidad de mentir a nuestros amigos, a nuestros maridos, a nuestras esposas, a nuestros profesores, a nuestros gobiernos. Comprobamos que nuestros propios pensamientos pueden engañarnos y torturarnos; no son de fiar. Nuestras emociones pueden estar fuera de control y tampoco podemos confiar en nuestros cuerpos: se tropiezan y caen, enferman, envejecen y mueren. El mensaje se convierte en “no confíes”, “no te abras”, “abrirse es peligroso, podrías sentirte herido”. Y, junto con esa convicción, se desarrolla una especie de hipervigilancia mental para intentar reunir suficiente información, de modo que si se presenta un momento en el que abrirse resulta seguro, lo reconocemos. La mayor parte de nuestra actividad mental está al servicio de este miedo, y tiene que ver con acumular. Por más acopio que hagamos, siempre habrá más para acumular. Vamos a un profesor tras otro, a un curso tras otro, leemos un libro tras otro, escuchamos una cinta tras otra, en un frenético esfuerzo por acumular la información que creemos necesitar para sentirnos seguros. A lo largo de todo este proceso sentimos un profundo anhelo de seguridad o, como suele decirse, de “volver a casa”, de volver a la inocencia del niño, de entrar en el cielo. Pero a estas alturas nuestra mente ya no es una mente infantil. Nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestras emociones han vivido algunas experiencias muy duras.
Puede que en un momento de gracia te abras a tu esposa o esposo, a tu hijo, a tu amante o a tu profesor, pero inmediatamente aparece la inercia de cerrarse, porque la memoria, consciente o inconsciente, te recuerda que si te abres, puedes sentirte herido.
No pretendo sugerir que intentes abrirte, o que hagas por olvidar el pasado, o que trates de captar. Eso sólo dará lugar a más lucha. Lo que puedes hacer es limitarte a observar cuándo tienes la mente abierta y cuándo tienes una mente cerrada. Puedes observar esos momentos en los que estás abierto a recibir y aquellos en los que rechazas por inercia o hábito. Simplemente di la verdad, no como un modo de acumular más información, sino como una herramienta de autodescubrimiento.
Decir la verdad respecto a cualquier sentimiento, pensamiento o circunstancia establece una base donde puede asentarse el poder de la autoindagación. Indagar es como encender una linterna en un sótano oscuro, donde un viejo horno agrietado que ni siquiera sabías que existía está vomitando gases nocivos que se extienden a toda la casa. La indagación abre la puerta y dirige la luz hacia el sótano, para que puedes mirar y darte cuenta: “Oh, Señor, no me extraña que me sienta enfermo de cuerpo, mente y espíritu”. En ese reconocimiento, sin pensarlo siquiera, la reacción natural es apagar el horno. Es algo que surge de tu propia inteligencia innata. También ves que tienes dentro de ti una capacidad ilimitada de abrir la ventana de tu mente y recibir la frescura de lo verdaderamente puro. Y, entre tanto, reconoces que incluso en la experiencia hiriente y dañina la pureza del ser permanece. El núcleo de tu ser sigue estando entero, independientemente de la fragmentación que se haya producido en torno a él.
No es que la gente no vaya a traicionarte. No es que no vayan a romperte el corazón una y otra vez. Abrirse a lo que está presente puede ser desgarrador. Pero deja que se te rompa el corazón, porque cuando así ocurre, el corazón sólo revela un núcleo de amor irrompible.
Abrir tu mente al silencio que es la fuente de tu mente es abrirte a tu verdadero yo. El silencio consciente ya está abierto. Tú ya estás abierto. Permite que tu mente deje de acumular información, que deje de imaginarse el futuro, y que deje de elaborar estrategias de supervivencia. Simplemente permite que tu mente sea sostenida por su fuente. Reconoce que la capacidad de abrirte a la verdad de tu ser siempre está presente.
Cualquiera que sea la pregunta que surja en ti, la respuesta más inmediata es simplemente abrirse. No necesitas entender las palabras. Limítate a abrir la mente hacia dónde apuntan las palabras. La mente abierta revela el corazón abierto.
Si te cuesta hacerlo, puedes examinar cuál es la “historia” que hace que la sensación de vulnerabilidad te resulte tan inaccesible. Es posible que hayas creído una historia sobre por qué no puedes o no deberías abrirte. Lo cierto es que no hay nada tan fácil. Es posible que esto suene simplista o abstracto, pero puedes comprobarlo de manera concreta a cada momento de tu vida.

En el instante en que te abres, experimentas que cualquier cosa con la que estuvieras luchando ya no está allí. La verdadera apertura revela que la lucha   -problema, el hombre del coco, el demonio, la herida- en realidad no existe. La apertura no transforma la historia; lo que se revela es que en realidad no existe. La única cosa que mantiene una historia en su lugar es la resistencia a abrirse. Lo que queda, cuando desaparece aquello que temíamos o con lo que luchábamos, es la apertura de la existencia misma: la verdad en el centro de tu corazón.

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