Abrirse a la
verdad de nuestro ser esencial es, simplemente, cuestión de recibir. Pero
debido a nuestro condicionamiento, parece que éste no es un asunto simple. El
simple hecho de recibir, de abrirse, suele estar rodeado de miedo y complicaciones.
El condicionamiento nos hace temer nuestras profundidades desconocidas, pues
sospechamos lo peor. Pero llega el momento en que podemos y debemos afrontar
este miedo primario. Cuando por fin estamos preparados para afrontar lo que
sospechamos que es lo peor de nosotros, descubrimos una verdad sorprendente,
increíble.
Al abrir la
mente a lo que antes temíamos y evitábamos, se revela la capacidad de soportar,
aceptar e incluso abrazar verdaderamente la incomodidad, y también el dolor. En
definitiva, el verdadero descubrimiento es que, si abrazamos algo
completamente, se revela la paz que buscábamos en nuestros intentos de evitar
la incomodidad.
La capacidad
de recibir es natural. Cuando éramos niños, aceptábamos lo que nos daban. El
niño se forma y se desarrolla así de manera natural, a menos que haya algún
problema añadido. Para crecer, los organismos deben ser nutridos. Después, a
medida que crecemos y nuestras mentes se despliegan, nos damos cuenta de que
recibir ciertas cosas nos hace daño: recibir alimento envenenado o en mal
estado daña nuestro cuerpo; recibir la
falta de amor de una pareja nos destruye emocionalmente; para la mente, recibir
una instrucción que enseña a odiar supone un lavado de cerebro. Gradualmente
vamos aprendiendo que no es útil recibir todo lo que se nos ofrece. A partir de
ahí, nace la sabiduría discriminadora.
En el mundo en
que vivimos, buena parte de lo que se nos ofrece es inútil, y a menudo es
potencialmente venenoso. Cuando reconocemos la posibilidad de que se nos haga
daño, tendemos a cerrarnos a recibir. Junto con el reconocimiento eventual y
esencial de que nuestros padres y nuestro mundo no son tan benevolentes como
habíamos creído, sufrimos un gran desengaño que nos impide abrirnos
inocentemente y confiar.
A medida que
crecemos, experimentamos que incluso nuestros amigos pueden traicionarnos,
pueden mentirnos. Experimentamos en nosotros mismos la capacidad de mentir a
nuestros amigos, a nuestros maridos, a nuestras esposas, a nuestros profesores,
a nuestros gobiernos. Comprobamos que nuestros propios pensamientos pueden
engañarnos y torturarnos; no son de fiar. Nuestras emociones pueden estar fuera
de control y tampoco podemos confiar en nuestros cuerpos: se tropiezan y caen,
enferman, envejecen y mueren. El mensaje se convierte en “no confíes”, “no te
abras”, “abrirse es peligroso, podrías sentirte herido”. Y, junto con esa
convicción, se desarrolla una especie de hipervigilancia mental para intentar
reunir suficiente información, de modo que si se presenta un momento en el que
abrirse resulta seguro, lo reconocemos. La mayor parte de nuestra actividad
mental está al servicio de este miedo, y tiene que ver con acumular. Por más
acopio que hagamos, siempre habrá más para acumular. Vamos a un profesor tras
otro, a un curso tras otro, leemos un libro tras otro, escuchamos una cinta
tras otra, en un frenético esfuerzo por acumular la información que creemos
necesitar para sentirnos seguros. A lo largo de todo este proceso sentimos un
profundo anhelo de seguridad o, como suele decirse, de “volver a casa”, de
volver a la inocencia del niño, de entrar en el cielo. Pero a estas alturas
nuestra mente ya no es una mente infantil. Nuestra mente, nuestro cuerpo,
nuestras emociones han vivido algunas experiencias muy duras.
Puede que en
un momento de gracia te abras a tu esposa o esposo, a tu hijo, a tu amante o a
tu profesor, pero inmediatamente aparece la inercia de cerrarse, porque la
memoria, consciente o inconsciente, te recuerda que si te abres, puedes
sentirte herido.
No pretendo
sugerir que intentes abrirte, o que hagas por olvidar el pasado, o que trates
de captar. Eso sólo dará lugar a más lucha. Lo que puedes hacer es limitarte a
observar cuándo tienes la mente abierta y cuándo tienes una mente cerrada.
Puedes observar esos momentos en los que estás abierto a recibir y aquellos en
los que rechazas por inercia o hábito. Simplemente di la verdad, no como un
modo de acumular más información, sino como una herramienta de
autodescubrimiento.
Decir la
verdad respecto a cualquier sentimiento, pensamiento o circunstancia establece
una base donde puede asentarse el poder de la autoindagación. Indagar es como
encender una linterna en un sótano oscuro, donde un viejo horno agrietado que
ni siquiera sabías que existía está vomitando gases nocivos que se extienden a
toda la casa. La indagación abre la puerta y dirige la luz hacia el sótano,
para que puedes mirar y darte cuenta: “Oh, Señor, no me extraña que me sienta
enfermo de cuerpo, mente y espíritu”. En ese reconocimiento, sin pensarlo
siquiera, la reacción natural es apagar el horno. Es algo que surge de tu
propia inteligencia innata. También ves que tienes dentro de ti una capacidad
ilimitada de abrir la ventana de tu mente y recibir la frescura de lo
verdaderamente puro. Y, entre tanto, reconoces que incluso en la experiencia
hiriente y dañina la pureza del ser permanece. El núcleo de tu ser sigue
estando entero, independientemente de la fragmentación que se haya producido en
torno a él.
No es que la
gente no vaya a traicionarte. No es que no vayan a romperte el corazón una y
otra vez. Abrirse a lo que está presente puede ser desgarrador. Pero deja que
se te rompa el corazón, porque cuando así ocurre, el corazón sólo revela un
núcleo de amor irrompible.
Abrir tu mente
al silencio que es la fuente de tu mente es abrirte a tu verdadero yo. El
silencio consciente ya está abierto. Tú ya estás abierto. Permite que tu mente
deje de acumular información, que deje de imaginarse el futuro, y que deje de
elaborar estrategias de supervivencia. Simplemente permite que tu mente sea
sostenida por su fuente. Reconoce que la capacidad de abrirte a la verdad de tu
ser siempre está presente.
Cualquiera que
sea la pregunta que surja en ti, la respuesta más inmediata es simplemente
abrirse. No necesitas entender las palabras. Limítate a abrir la mente hacia
dónde apuntan las palabras. La mente abierta revela el corazón abierto.
Si te cuesta
hacerlo, puedes examinar cuál es la “historia” que hace que la sensación de
vulnerabilidad te resulte tan inaccesible. Es posible que hayas creído una
historia sobre por qué no puedes o no deberías abrirte. Lo cierto es que no hay
nada tan fácil. Es posible que esto suene simplista o abstracto, pero puedes
comprobarlo de manera concreta a cada momento de tu vida.
En el instante
en que te abres, experimentas que cualquier cosa con la que estuvieras luchando
ya no está allí. La verdadera apertura revela que la lucha -problema, el hombre del coco, el demonio,
la herida- en realidad no existe. La apertura no transforma la historia; lo que
se revela es que en realidad no existe. La única cosa que mantiene una historia
en su lugar es la resistencia a abrirse. Lo que queda, cuando desaparece
aquello que temíamos o con lo que luchábamos, es la apertura de la existencia
misma: la verdad en el centro de tu corazón.
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