La alquimia, ese arte milenario
que a tantos cautivó y al que dedicaron su vida, prometía la fórmula para
transformar metales en oro o para lograr la vida eterna. Para ello, los
alquimistas debían transmutar su propia alma antes de transmutar los metales.
Esto quiere decir que debían purificarse.
Alquimia era sinónimo de
perfección, eternidad, pureza. Felicidad, el sueño más soñado.
Sublime tarea. Creamos en ella o
no, en el fondo a muchos les gustaría aprender este milenario arte. Y de hecho,
lo hemos aprendido. Y cuánto mejor incluso que aquellos que tanto han estudiado
para lograrlo. Hoy, siglo XXI, avanzó el conocimiento de las ciencias, las
vidrieras de las librerías exhiben títulos del estilo “Cómo ser mejor”, “El
secreto de la felicidad”, “Rodéese de personas sanas”, “Diez pasos para llegar
al éxito”.
Las fórmulas existen, y el hombre
las conoce. Sabe cómo ser mejor cada día; trabaja, duerme, estudia, piensa;
orgulloso de lo que sabe y sobre todo de lo que es. Conoce lo que está bien y
lo que está mal, y no le pesa la mano para señalar a quienes se equivocan, para
ayudarlos a encontrar el verdadero camino.
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