Es posible que en el pasado te
hayas decepcionado porque tus oraciones no fueron respondidas. Sin embargo, no
deberías perder la fe. El Señor no es un Ser mudo e insensible; Él es el amor
mismo. Si aprendes a meditar y a establecer contacto con Él, Dios responderá a
tus amorosas exigencias.
Saber exactamente cómo y cuándo
orar, según la naturaleza de nuestras necesidades, es lo que produce los
resultados deseados. La aplicación del método correcto pone en acción las leyes
pertinentes de Dios, cuyo funcionamiento produce científicamente los resultados.
La primera regla de la oración
consiste en apelar a Dios para satisfacer solamente deseos legítimos. La
segunda regla es orar por el cumplimiento de dichos deseos con la actitud de un
hijo y no de un mendigo: «Yo soy tu hijo; Tú eres mi Padre. Tú y yo somos Uno».
Si oras de esta manera, con profundidad y persistencia, tu corazón se llenará
de gozo. No te des por satisfecho hasta que experimentes dicho gozo, ya que,
cuando éste inunde tu corazón, sabrás que Dios ha escuchado el mensaje de tu oración.
Ora entonces al Padre del siguiente modo: «Señor,
ésta es mi necesidad. Estoy dispuesto a trabajar por satisfacerla, pero te pido
que me guíes y ayudes a pensar y actuar correctamente para alcanzar el éxito.
Haré uso de mi razón y trabajaré con determinación, pero guía Tú mi razón, mi
voluntad y mis actividades hacia la meta correcta».
Deberías orar a Dios íntimamente,
como hijo suyo que eres. El Señor no pone objeciones cuando oras desde el ego,
como si fueras un extraño y un mendigo, pero comprobarás que ese nivel de
conciencia limita tus esfuerzos. Dios no desea que renuncies a tu propia fuerza
de voluntad, la cual es tu derecho divino de nacimiento, puesto que eres su
hijo.
La oración a menudo implica la
conciencia de mendicidad. Somos hijos de Dios, y no mendigos; por lo tanto,
tenemos derecho a nuestra herencia divina. Cuando hemos establecido un vínculo
de amor entre nuestra alma y Dios, tenemos el derecho a exigir afectuosamente
que se nos otorgue aquello que pedimos en nuestras legítimas oraciones.
Una exigencia incesante para
lograr algo, susurrada mentalmente con incansable fervor y con valor y fe
inquebrantables, desarrolla una fuerza dinámica que influye de tal modo en todo
el comportamiento de las facultades conscientes, subconscientes y
supraconscientes del ser humano que el objeto deseado es obtenido. La
repetición interior de los susurros mentales debe ser incesante, impertérrita
ante los reveses; entonces, aquello que deseamos se materializará.
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