La mente puede ser muy poderosa.
Todo se experimenta en última instancia a través de la mente. En el escenario
de la mente se vivencia la propia íntima y relativamente privada realidad
psíquica. La mente tiene la capacidad de amplificar o minimizar, es el órgano
de la percepción y del conocimiento, y en ella se encuentran las funciones de
la imaginación, la memoria, la atención, el juicio, el discernimiento y la
consciencia. En la mente ocurren todos los procesos de raciocinio como medir,
comparar, analizar, diferenciar, inducir o deducir. La mente, pues, es un
instrumento vital que acompaña al ser humano desde el nacimiento hasta la
muerte. Pero no es lo mismo una mente dispersa y fragmentada que una mente
estable y bien gobernada, una mente caótica y confusa que una mente clara y
penetrativa, una mente difusa y agitada que otra encauzada y sosegada.
La mente
dispersa crea muchas dificultades, entendimiento incorrecto, tensiones y
alimenta sus propios errores. La mente unificada, establecida con firmeza, bien
sujeta bajo el mando de la consciencia y la voluntad, es una herramienta
valiosísima y fiable. Por todo ello es necesario tener en la medida de lo
posible una buena mente, y esto significa tener una mente que nos obedece, que
reflexiona con claridad y precisión, que sabe dejar de pensar y sosegarse. Muy
pocas personas tienen una mente así. Los seres humanos, hasta que no vivimos
espiritualmente, somos como una hoja a merced del vendaval de nuestros
automatismos mentales y no podemos decir en justicia que pensamos, sino que la
mayoría de las ocasiones somos pensados por nuestros pensamientos mecánicos.
De la misma
manera que la dispersión mental debilita, neurotiza, confunde y desarmoniza, la
concentración mental nos cohesiona psíquicamente, nos protege contra
pensamientos inadecuados e insanos y de estados mentales perniciosos, nos
permite un juicio más profundo y esclarecido, potencia la memoria y nos permite
hacer todo con mayor precisión, cordura y habilidad.
Una mente
concentrada es una bendición. La concentración es la fijación de la mente en un
soporte, la capacidad de que la mente se estabilice en el objeto que la ocupa.
Así como toda fuerza canalizada gana en potencia, también la mente canalizada
obtiene mayor penetración y hace posible una comprensión más enriquecedora y
profunda.
Hasta que
comenzamos a conocer la mente y empezamos a ejercitarnos en su saludable
dominio, esta es fluctuante como la llama de una vela expuesta al viento. La
mente del ser humano suele ser caótica y tiende a crear muchas dificultades
innecesarias. Sólo mediante el ejercicio de una vida espiritual se va
aprendiendo a concentrar la mente, sólo cuando nacen la benevolencia, la
compasión y la ecuanimidad, la mente vive la estabilidad. Una mente menos
zarandeada por el apego y la aversión también es más segura y menos fluctuante.
En la vida
espiritual la concentración juega un papel fundamental, porque de la virtud de
la concentración surge la sabiduría que libera e ilumina. Una mente concentrada
es una mente que se vigila y se custodia mejor a sí misma y que no se deja
alterar por lo banal y por lo superfluo. Una mente concentrada puede
contemplar, imperturbable, la dinámica de la existencia y no se deja confundir
por las apariencias. Es necesario aprender a mantener la mente más atenta en la
propia vida cotidiana, encontrarse presente en lo que se está haciendo y evitar
el automático y atosigante parloteo mental.
Una mente
concentrada es necesaria en la senda espiritual. Hay que ser paciente en el
ejercicio de la concentración, que gana en intensidad y pureza con la práctica
perseverante y gradual, pues al principio la mente se escapa una y otra vez al
control de la persona, pero, con paciencia, se debe una y otra vez también,
regresar al objeto de la concentración. Una mente dispersa es como una casa mal
techada en la que entran el granizo, la lluvia y la nieve, pero una mente
concentrada es como una casa bien techada donde no penetran esos elementos. La
mente concentrada adquiere estabilidad, energía y fuerza, y se convierte en una
aliada en cualquier momento y circunstancia. Ayuda a vencer las dificultades y
libera de toda esa agitación mental que produce lo que se toma por desdicha e
inquietud. Una mente concentrada está capacitada para penetrar en cualquier
tema o aspecto y excluye todos los pensamientos inútiles y parásitos.
Concentrarse es
fijar la mente en un punto con exclusión de cualquier otro.
En la
naturaleza, las múltiples manifestaciones de la energía son fuerzas
poderosísimas, pero ciegas, que necesitan ser controladas por la inteligencia
del hombre, quien obtiene así de ellas un fruto positivo. El agua, por ejemplo,
puede resultar una fuerza destructora que arrasa y asola, y también,
debidamente canalizada, puede convertirse en una fuente extraordinaria de vida
y de riqueza. Hasta ahora, la humanidad ha tratado de someter y utilizar con
propósitos constructivos algunas de estas fuerzas a medida que ha descubierto
su poder.
La
concentración es la técnica para canalizar y someter a la más sutil y poderosa
de todas las fuerzas de la naturaleza: la energía mental o pensamiento.
La mente tiende
siempre a manifestarse en forma de hábitos, a recorrer caminos que le son
gratos y conocidos, desperdiciando así la mayor parte de su potencial, que
podría muy bien utilizarse en fecundar e iluminar las espesas tinieblas de lo
desconocido.
La práctica de
la concentración tiene por objeto adiestrar a la mente para que pueda dirigirse
a lugares u objetos determinados a voluntad y conscientemente. Así como un
invidente que ha de aprender a moverse en una ciudad desconocida necesita un
entrenamiento previo, la mente, antes de familiarizarse con un nuevo camino,
necesita un adiestramiento largo y específico.
Esta práctica
comienza con el control de los sentidos. Sabido es que los sentidos son como
grandes boquetes por los que se escapa en torrente nuestro flujo mental,
creándose así una corriente hacia lo exterior, que inestabiliza la mente e
impide la concentración. El flujo mental, una vez rebasado el boquete de
salida, se precipita hacia la nada por los innumerables cauces del hábito,
arrastrando consigo, inútilmente, un enorme caudal de energía. Para controlar
esta fuga constante de energía es preciso colocar un juego de válvulas o
compuertas que regulen el paso de los sentidos, dejando salir solamente aquella
cantidad de energía que sea precisa en determinados momentos y teniendo, en
otros, la posibilidad de cerrar completamente la salida al exterior y
concentrar toda la energía en propósitos introspectivos.
Este juego de
válvulas que regula el paso de la mente hacia lo exterior es la disciplina de
los sentidos.
Cuando los
sentidos pueden cerrarse a voluntad a lo exterior, uno se encuentra con el
vasto mundo de lo interior, poblado de recuerdos e imaginaciones y tan tentador
y seductor como el exterior. Es preciso entonces retirar la atención de este
juego ilusorio de la mente y fijarla conscientemente en un solo punto. Aquí
comienza la concentración.
Es muy difícil,
al principio, mantener la mente apartada de sus cauces habituales, pero la
práctica constante va imprimiendo un nuevo surco en la sustancia mental por el
que la atención discurre cada vez con mayor facilidad. Cuando este nuevo cauce
es lo suficientemente profundo, la corriente mental, arrastrada por la
atención, fluye intensamente por él, de un modo suave, regular y uniforme. En
este momento se ha producido la concentración. Una sola idea ocupa la mente y
toda la energía está concentrada en esa idea única.
Todo el mundo
posee cierta capacidad de concentración, pero para la evolución espiritual es
preciso desarrollar esta facultad hasta un grado muy alto. Un científico
concentra su mente e inventa muchas cosas nuevas. A través de la concentración,
perfora las capas más gruesas de la mente y penetra profundamente en las
regiones más elevadas donde obtiene un conocimiento más profundo. El
investigador proyecta su intelecto sobre los materiales que analiza y descubre
sus secretos.
Toda nuestra
vida es un constante ejercicio de concentración. Igual que solamente somos
capaces de hacer una cosa a la vez, deberíamos tener siempre una sola idea en
la mente: la idea de aquello que estamos haciendo en un momento determinado.
Eso nos convertiría en genios. La única diferencia entre un genio y una persona
ordinaria es su capacidad de concentración. Quien es capaz de concentrar y
proyectar todas sus energías en una disciplina cualquiera se convierte en un
genio. Los santos concentran su pensamiento en Dios y adquieren un magnetismo
divino que intoxica espiritualmente a cuantos entran en contacto con ellos.
La
concentración es necesaria para hacer nuestra vida fecunda. Uno debe elegir un
ideal y concentrarse plenamente en él. Sin distracciones. Solamente así puede
obtenerse éxito en la vida. Los inestables, los eternos buscadores, los que
prueban un poco de aquí y un poco de allá, sin decidirse jamás por un camino u
otro, son perfectos ejemplos de dispersión. Tales personas pueden pasarse horas
enteras sentadas tratando de concentrar su mente, pero todo lo que pueden hacer
es construir castillos en el aire. La mayor parte de sus energías las gastan en
la murmuración y el regalo de los sentidos. Pretenden buscar la verdad, pero lo
único que quieren es un método maravilloso y exclusivo que les conduzca
rápidamente a la realización sin ninguna disciplina y sin verse obligados a
prescindir de aquello que atrae a sus sentidos y dispersa su mente. ¿Cómo
pueden disfrutar de paz quienes albergan tal inquietud y desasosiego? ¿Cómo
pueden tales personas alcanzar logro alguno, temporal o espiritual?
La más elevada
de las tareas del hombre, la única que puede liberarle de todas sus miserias,
la que constituye el objeto de toda existencia, es la concentración en lo
divino. Llevar una vida espiritual no es otra cosa que entrenarse en este
ejercicio glorioso de concentrar la mente en lo divino y apartarla,
gradualmente, de lo mundano. Todas las demás prácticas y ejercicios tienen como
finalidad última capacitarnos para llevar a cabo con éxito este alto cometido.
La
concentración puede ser interna o externa; abstracta o concreta, dependiendo de
que la atención se enfoque en un punto exterior o interior; en un objeto
concreto o en un concepto abstracto. Cada uno puede elegir para su práctica
aquel objeto con el que se sienta más identificado: una imagen, un chakra o
centro de energía espiritual, la llama de una vela o una idea abstracta (Paz,
Dios, Amor). Lo verdaderamente importante no es el objeto elegido, sino que
exista concentración y que ésta se emplee inteligentemente con propósitos
evolutivos y espirituales.
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